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viernes, 2 de noviembre de 2012

Un hombre y Dios

Un hombre en la orilla del mar, su vista perdió en el horizonte y en
su avenencia mas profunda busco un encuentro con su Dios.

Un niño lloraba junto a el, en un  estado de insondable tristeza; pero lograba escuchaba su llanto, no, solo podía sentir su angustia, la inquietud y la zozobra que el niño  desprendía.
El desasosiego que sentía, por no poder comunicarse y así quizás poder
aliviar su pena, eran tan grandes, que su corazón se estremeció
En el apuro por encontrarse con  Dios,  hizo que ese desasosiego pronto se volviera paz y tranquilidad.
Un largo camino tendré y su luz encontrare, pensó.
El sendero cada vez mas grande y con muchas veredas, hizo que se encontrara en medio de un bosque con muchas plantas y flores, en cada una de ellas encontró la
misma tristeza y lamento que en aquel niño que en su camino había
quedado atrás; Grande fue su sorpresa porque nunca imagino que en aquellas plantas
con sus flores tan triviales y primitivas tuvieran el don de la conmiseración. El sobrecogimiento, la aprensión y cobardía que despertó en el, produjo una rápida partida, en su loca y atolondrada carrera no se fijo que debajo quedaban las flores.

Su angustia iba creciendo y en cada paso más tristeza y desolación
encontraba.

Ya cansado de andar, encontró un atajo que imagino lo llevaría mas rápido al
encuentro de su Dios. Al entrar a ese nuevo camino de verdes
praderas, cuantiosos árboles frutales e inmensos manantiales de aguas
cristalinas, una voz que provenía de un fresno, al amparo de su sombra, un anciano lo llamaba. Al ir a su encuentro no fue poco su asombro cuando pudo ver su rostro. Sus arrugas eran tantas y de tan diversos tamaños, sus manos aunque viejas y con asperezas, denotaban firmeza y dinamismo; su piel era suave y fresca como la de un niño, pero
de todo lo más llamativo era su atuendo. Un birrete que a manera descuidada caía sobre su frente, una camisa con una sola manga y de tan gastada que estaba dejaba ver su rugosa piel, un pantalón con muchos colores y flores pintadas que de tan reales uno
podía sentir sus diversas fragancias, lo más sugestivo de todo, eran los
zapatos. No eran de ningún material que el hubiera visto antes, estaban
entretejidos de hierbas silvestres e hilado de araña.

Al preguntarle el anciano que hacia por aquellos caminos tan olvidados
y solitarios, por el cual pocos hombres se atrevían a aventurarse; él quedo pensativo, pero  respondió con  firmeza y bondad, que ese era el camino hacia Dios. No importaba el tiempo, ni cuan grande fuese las desventuras que debiese sufrir para llegar a su encuentro

El anciano consternado al escuchar estas palabras, le pregunto si en su
larga travesía, algo le impediría ayudar a un pobre anciano en el
retorno a su casa. El hombre respondió que no, que el estaría dispuesto a ayudarlo.

Y así fue como el anciano y el hombre joven, emprendieron el camino.
El anciano le empezó a contar que la soledad y la tristeza eran sus
únicas compañeras. Que en el camino de la existencia había tenido muchos
hijos, pero ya pocos podían reconocerlo.
Debido a las guerras que algunos de ellos estaban librando, bañando sus
manos con sangre, la misma sangre de sus hermanos.
Otros estaban tan preocupados por el dinero y el poder en el mundo, que no se daban cuenta que sus propios hijos morían en la miseria y el hambre, pero no, no era eso su mayor aflicción, el dolor mas grande que en Él había era a causa de que ellos, sus propios hijos, impartían dolor, angustia, llanto, desesperación y todo lo hacían en su nombre.
El hombre miro  atrás y solo vio dolor, pero en el camino que aun le
quedaba por recorrer vio una inmensa luz  y tuvo esperanza, supuso que le
quedaba poco para encontrarse con su Dios. Sin embargo había algo en ese
anciano desdeñoso y angustiado, que despertaba en el un inmenso amor y la
necesidad de escucharlo y el de estar juntos, el poder aliviar aunque mas
no sea un poco su dolor hizo que decidiera acompañarlo hasta su hogar.
Al llegar al lugar que aquel anciano indico como su morada, el joven
hombre reconoció el lugar como su propio hogar, en ese momento se dio
cuenta que había caminado mucho tiempo y no sabia  el nombre de aquel anciano.
El lo miro, con una mirada tierna, angelical y sabiendo lo que aquel
hombre joven necesitaba saber, le dijo: yo soy aquel que
saliste a buscar, aquel que todos los hombres esperan ver y que pocos se
atreven a mirar y recorrer su propio interior sin cerrar los ojos.
Siempre estuve ahí, en tu propio ser.